martes, noviembre 15, 2005


ELLA ES BAILARINA [Cuento]

Mariana insiste en ir todos los viernes a “La Cafetería”. Cruzamos la galería céntrica, y al final nos sentamos en una de las mesas de afuera, esas mesas blancas que las cervecerías les regalan a los bares, con sillas plegables. Ella pide café, yo paso al whisky sin escalas. Charlamos vaguedades, pero eso no dura mucho: cada uno de sus amigos aparece enseguida a interrumpirnos siempre con los mismos comentarios, que uno consiguió un disco nuevo, que otro está dando clases en algún lado, que alguien ya no va más a las clases, que hay una chica nueva que hay que verla cómo baila. Yo me recuesto sobre el respaldar de plástico y tomo whisky a sorbos cortos. No llego a la mitad del segundo, y entonces alguien me la pide prestada. Y ahí sale, con sus tacos, su vestido negro ceñido al cuerpo, su pañuelo rojo que le cubre el cuello delicado, sensual, y de pronto es como la princesa de una antigua corte rusa venida a menos.
Yo la miro y termino mi trago. La galería es oscura, y el lugar también. La mayoría son viejos nostálgicos que vienen a bailar tango para recuperar un pasado seguramente más triste aún que su presente. Hay algunos jóvenes, y esos son los peores: son más nostálgicos que los viejos, porque añoran un pasado que no les pertenece, envidian algo que ya no existe. Mariana se mueve por toda la pista, camina con ese swing particular, ese que le veo pocas veces fuera de acá, un andar suelto, libre. “Si fuera así en la cama”, pienso mientras remuevo los hielos del vaso. Por lo menos al whisky no lo rebajan con agua.
Me levanto al baño, y miro un poco el lugar. Casi siempre son las mismas caras, las mismas que están a la salida del Liceo Municipal, donde ella toma las clases los lunes y los miércoles, y yo la voy a buscar caminando, y esperando que ella termine de charlar con todos, en especial con Genaro, ese viejo medio loco que siempre lleva sombrero, como en los ´40. El tipo se ve que quiere algo con Mariana, pero cada vez que la interrogo ella me dice “vos sos medio estúpido, me parece”. No entiendo por qué las mujeres piensan que los viejos no tienen sexualidad. Ella dice que él tiene esposa. Cómo si eso fuera a decir algo.
Bueno sí, son los mismos de siempre. Todos toman vino barato, con soda, en esos vasos gruesos y sobre esos manteles con flores. Las mujeres tienen peinados batidos y todos los collares de los relicarios colgados al cuello, perlas de plástico con olor a naftalina. Bailan como si cometieran un acto mecánico, como calcula un contador, o un abogado prepara un caso. Es la muerte de la espontaneidad: estudian lunes y miércoles, practican el viernes. Nadie persigue a nadie y todos a todos. Nadie tiene intenciones explícitamente sexuales, pero en definitiva se gustan: es como un club de excluidos del siglo XXI, se saben una raza en extinción, y sueñan con aparearse mutuamente para mantener la dinastía.
Bien, yo iba al baño. Después del segundo whisky siempre voy al baño, un poco por ganas, un poco por aburrido, y otro para ver si la encuentro. Es una morocha, de piel blanca, labios apretados, ojos celestes. Se sienta siempre en una mesa cerca de la puerta y mira al novio bailar toda la noche. A veces toma coñac, creo, otras veces solamente soda. Mariana me dijo una vez que el novio es el tipo de cara cuadrada, joven, que parece un administrador de banco, y que baila bastante bien, por lo que yo puedo llegar a entender. Claro que yo no se mover mis pies ni para caminar; si supiera creo que todo sería diferente.
Bueno, yo estoy ahí, llendo hacia el baño. No hay muchas luces en el Café, es bastante poco concurrido, y menos los viernes que vienen “los del tango”. Creo que nadie entraría a esa galería ni siquiera de día, y menos un viernes a la noche cuando suena a todo volumen “Por una cabeza” en un versión de la década del ´30, con ruido a fritura de disco y todo. Y el baño es un desastre. Pero bueno, orino mientras pienso en que tal vez en dos horas con suerte Mariana se canse y nos vayamos a otro lado. Al telo de acá cerca o a casa, depende de cuanto bailó.
La morocha llega entonces, cuando voy por el tercer whisky. Apenas la veo entrando de la mano con el administrador de bancos, espero íntimamente que pida coñac. Se sienta en la mesa cerca de la puerta y el novio no espera un minuto: a la primer vieja con tacos y vestido negro que pasa por delante de él, la toma de la mano y se la lleva a dar vueltas como trompos. Por esos momentos llega Mariana del “primer round”. Cansada, se pide una coca y me cuenta rápidamente todos los chismes que le pasaron sus compañeros de baile.
La morocha entonces siempre lo mismo: se pide el coñac y saca un atado de Camel, que parece ser su único compañero en toda la noche. Mientras Mariana me cuenta que está bueno porque ya le va a agarrando bien la mano, y que a lo mejor haga un dúo con Marcos, un pibe mucho más joven que seguramente le tiene ganas, yo la miro a la morocha fumar y rechazar algún que otro incauto que la quiere sacar a bailar. Mariana me cuenta –tal vez porque advierte que yo le presto demasiada atención- que el administrador de bancos se lamenta de que ella no quiera aprender a bailar. “Es como vos –me dice en claro reproche. Solamente que ella está contenta de acompañarlo acá”.
- Yo no la veo reírse –le digo y le doy un beso en la mejilla, a ver si se calma.
- No hay que reírse, solamente con mirarlo bailar le basta – me dice y se levanta, caminando a la mesa de Genaro, casi como una revancha.
La verdad es que Mariana tiene razón, la tipa no le pierde paso al administrador de bancos. Él les sonríe a las chicas, les hace chistes, y baila a veces compenetrado, como un bailarín ruso en su primera actuación en Estados Unidos. El tipo es el sueño de cualquiera de las mujeres que viene acá, con ese saco cruzado, corbata de seda y los dientes como una tira de chicles de menta. Mientras Mariana histeriquea con el viejo, pasan “El último café”, y ahí nomás me enternezco. Me queda un sorbo de whisky y un solo cigarrillo. Mariana está muy ocupada con su segundo round de baile, creo que, con suerte, tarda media hora más. La morocha sigue fumando Camel, y ahora va por el segundo coñac. Tendría que sentarme antes de que pida soda y aparezca el gerente de marketing a tirarme abajo la idea.
- Está ocupada esta silla? –le pregunto inocente a la morocha.
Ella me mira como despertándose.
- No, llevala nomás.
- No quería llevarla, era para sentarme – y ahí nomás me senté.
- ¿Vos sos el novio de Mariana?
- A veces.
Ahí se rió con ganas y prendió otro Camel. Pienso entonces que si se rió de ese chiste, todo va a ser más fácil que lo que pensaba.
- La verdad es que me aburro bastante acá. No tengo idea cómo se baila esto.
- Yo tampoco. Ricardo me quiere enseñar, pero yo la verdad que no puedo mover los pies ni para caminar.
“Buena frase” pensé. Y se llama Ricardo. Ella está mirándolo bailar mientras me habla.
- Ahí está, baila con tu mujer. Mirá que casualidad.
Mariana lo agarraba de la cintura, no de la espalda. Me doy cuenta que no es parte de ninguna técnica de baile. Me dan ganas de tomarme otro whisky, pero estoy lo suficientemente mareado como para pedirle coñac a la morocha.
- ¿Me das un trago de coñac? – la palabra “trago” es tan agresiva, pienso.
- Pero sí, dale, yo ya me estaba por pedir una soda.
Mientras tomaba, pensaba que esto no iba para ningún lado. ¿Cómo lograr que una mujer enamorada piense en engañar a su novio? ¿Cómo explicarle sin que resulte una grosería que esa noche tendría que hacer el amor conmigo para que el universo mismo tenga sentido?
- ¿Nunca leíste Madame Bovary?
- No – sonrió sorprendida. Por qué
- Deberías leerlo. Seguramente te gustaría.
- De qué trata.
Inclinó un poco la cabeza y me miró fijo. Era la primera vez que tenía esos ojos celestes puestos directamente en mí. Creo que me erguí un poco, me sentí como esos borrachos que se van desplomando de a poco.
- De una mujer que se casa con un médico aburrido y vive insatisfecha.
Se río como con el primer chiste que le hice. Me dio la sensación de que había funcionado el truco, pero preferí no creer todo lo que percibo. Suelo equivocarme bastante.
- No creo que me guste tanto.
No se si fue el tono travieso de su voz, o que iba llegando más gente a “La Cafetería”. Ahora Mariana hablaba con el administrador de empresas y con otro tipo en la barra. La morocha no prestaba atención al novio, se acomodaba el pelo suavemente, como si quisiera hacer tiempo. Eso me gustó. Me gustan las mayoría de las mujeres que gustan de mí.
- A mí si me gustó. Flaubert decía que él mismo era Madame Bovary. Creo que todos lo somos a veces.
Tengo una clara tendencia a sentenciar verdades, lo que me lleva casi siempre a cerrar conversaciones. Ella se quedó en silencio, supongo que esperaba el próximo dardo.
Aproveché y prendí el último cigarrillo que me quedaba. Los efectos del whisky se hacían más groseros, y pensé que otro me vendría genial.
- ¿Querés un whisky?
- No, no tomo whisky, estaba por pedir soda.
Yo la miré fijo a los ojos, y ella a mí. Me pregunté que estaría pensando. Mariana ahora volvería de bailar como una poseída y después me diría que nos vayamos. Al telo o a casa. La verdad es que no tenía ganas de ninguna de las dos. Me hablaría de todo lo que le gusta bailar, que yo tendría que aprender también, que sería hermoso que nos casáramos algún día, y yo le diría que sí, pero que soy un miserable y no tengo plata ni para cigarrillos, y pensaría que poco me importa ganarla. Toda nuestra charla sería hablar del futuro, y de un presente demasiado patético. Y el sexo sería el de siempre. La morocha me mira y yo deseo que piense en mí, y en hacerme el amor en un pasillo oscuro de la galería.
Me pregunté si estaba lo suficientemente borracho como para hacer esto. ¿Ella estaría pensando en su novio? Seguramente sí. Intenté adivinar si ella era feliz, miré en sus ojos, busqué en ese charco celeste algún indicio de eso, algún rastro de infelicidad. Eran como dos espejos reflejándose mutuamente. No sé quién fue el poeta que mintió descaradamente con eso de “reflejos del alma”.
Con una mano agarre el cigarrillo, con la otra le tomé la mano por debajo de la mesa. Apenas la toqué ella puso sus dedos rígidos, las manos estaban frías y las cubrí con mis dedos. La oscuridad, la música fuerte, y todas esas parejas que no lo son bailando como robots parecían otro mundo, un mundo vacío y que se caía a pedazos, como los rincones descascarados del café. Así nos quedamos, de la mano.
- Ricardo está por venir.
- Ya sé.
- Vení vamos para afuera.
Nos levantamos enseguida. Ella caminaba adelante y salió disparada hacia la galería, hacia un pasillo que no era el de la salida, sino que se internada más en el laberinto de vidrieras. Yo la seguí despacio rogando hacia adentro que nadie advirtiera que nos vamos, que nadie se de cuenta que camino tambaleándome un poco. Para sentirme más cinematográfico, lancé el cigarrillo hacia un rincón oscuro. La luz roja describió una vuelta de neón en el aire y se apagó en el suelo. Todavía le quedaba la mitad.
Ella se detuvo en el pasillo y se quedó ahí, como si esperara el colectivo. Yo me acerqué a ella y puse toda mi estampa de conquistador. Sus ojos eran desconcertantes, seguían sin decirme nada. Me detuve un segundo y pensé mientras la miraba. ¿Esperaba que la bese?
Un tango viejo y cansado se escuchaba en el fondo, como una radio de domingo, y sumaba al murmullo de las conversaciones. Miré de refilón hacia el café: no había nadie. Volví a mirarla a ella y sentí que no había pasado ni un segundo. Ahí estaba: parada como un soldado, con las piernas cerradas, mirando como se mira a quien pregunta la hora, con su pelo enrulado, los ojos siempre celestes, la boca rígida, pintada de un color rojo muy oscuro, casi negro. La besé despacio en los labios, ella no los movió.
- ¿Estas bien? –le pregunté. Me sentía un adolescente, no podía adivinar qué estaba pensando.
- Sí.
Le acaricié la cintura. Yo esperaba sentir una electricidad o algo así, pero solamente percibí que su trajecito blanco era más suave de lo que parecía. Volví a acercar mi boca y la dejé a centímetros de la suya, no sé por qué esperaba que ella me besara.
- Esto está mal. Estás haciendo todo mal.
Eso me sorprendió. Pero no la frase, sino que me besó de golpe y me abrazó al mismo tiempo. Su lengua abrió mi boca, mi boca casi se cierra, como protegiéndose. De pronto pensé en Mariana buscándome por todos lados, viendo que la morocha tampoco estaba ahí. Su lengua siguió dentro mío, recorriéndome. Me rendí y nos besamos un rato, con los labios, el aliento, las manos, el cuerpo. Seguía escuchando el tango allá atrás, en el café, ahora lo reconocía. Era “Tarde Gris”.
Voy a ahorrar los detalles sexuales, los besos y las caricias y los abrazos y los juramentos en voz baja y contenida son más o menos iguales en la mayoría de los casos, no importa el contexto. Basta con decir que fornicamos como lo deben hacer los presos y sus esposas: rápido y vacío. Al final ella se arreglaba la falda y me dio un beso en la oreja mientras yo me acomodaba la camisa dentro del pantalón.
- Chau. Y tenelo en cuenta: no todas somos Madame Bovary, ¿sabés?
La vi irse mientras se acomodaba el pelo. Yo me tomé mi tiempo, fui hasta el quisco que está en la vereda, compré cigarrillos y volví fumando mientras miraba la colección de otoño de la casa de ropa que estaba al lado del café. Cuando volví, la morocha estaba con el vendedor de bienes raíces tomando un vino y riéndose bastante de lo que el decía, acompañados por Genaro y otra vieja que no reconocí. Mariana me esperaba en nuestra mesa.
- Fui a comprar cigarrillos – le dije para cubrirme por cualquier cosa.
- Ya sé, no importa. ¿Querés un whisky? Lo tomamos juntos.
- Bueno.
Con Mariana charlamos un rato más y tomamos whisky, la morocha se fue con su novio andá a saber donde. Otros viernes la vi de nuevo, esperando que su gerente termine de bailar con todas y se la lleve después. Cuando me acosté con Mariana en el telo de la vuelta, todavía tenía su perfume en mi cuello.

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