martes, febrero 13, 2007


LOS APUNTES [Cuento]

La avenida me arrastraba, y presentía que en esa luna blanca y redonda que decoraba la noche como una triste bola de Navidad, nada bueno podía anunciarse. Los autos corrían, yéndose a otro lado, y algunos tipos caminaban al boliche de cumbia con esas camisas abiertas y risas groseras, insultándose.
Los veía y pensaba en algo muy feminista, un feminismo de plástico, de vidriera: “los hombres son asquerosos”, y me acercaba al edificio donde debía vivir Sofía. No me acordaba su apellido, estaba seguro que vivía en el cuarto piso, así que toqué cualquier botón, sin dudar mucho. Las 11 de la noche de un viernes no es un horario complicado para equivocarse de departamento. La tercera vez que pruebo, me contesta ella.
- Sí, Marcos, pasá. Esperá que te abro.
La chicharra sonó como el juicio final, como si electrocutaran a un chancho. Pasé al palier, que brillaba de limpio. Tomo el ascensor hasta el cuarto piso, y me pregunto una vez más por qué tengo la maldita costumbre de mirarme en los espejos sobreutilizados de los ascensores. Como si haberme puesto Axe no fuera suficiente acto de egocentrismo.
- Hola, todo bien? – me preguntó dándome un beso en la mejilla, apenas abrió la puerta.
- Pasaba nomás a pedirte unos apuntes –le dije un poco nervioso por la cabellera rubia, como recién peinada, que contrastaba con ese departamento desordenado, lleno de señales de estudiante universitaria que le presta ropa a las amigas.
- Sí, disculpá el despelote, es que no tengo tiempo de nada.
- Claro, los exámenes.
- Sí, Diciembre es lo peor – me dijo con una sonrisa condescendiente, perdonándome por la grosera obviedad de mi parte.
- Mirá, ando necesitando los apuntes de la carpeta sobre Althusser. Vos tenés las fotocopias ¿no?
- Ay, sí, ni las miré –me contestó haciendo ¡shock! con el pelo – ¿Querés un café? Estaba por hacer para mí.
Pensé: café, hace calor. Si le pido gaseosa voy a sonar como un pelotudo.
- ¿Agua fría no tenés? – le pregunté acomodándome en una silla de la mesa redonda y enorme llena de carpetas y restos de mate.
Solamente me miró, con esa sonrisa pícara, que a la vez me retaba por pedir algo tan insulso como agua fría. Se fue a la cocina y escuché como prendía la hornalla y las tazas que chocaban, y ese siseo del gas natural anunció todo lo que iba a venir. Inspiré. El aire de la noche entraba por la ventana que da a la calle, fresco, juvenil, como plantas recién regadas, y los ruidos formaban una música horrible, que sin embargo no sonaba tan mal entre el silencio incómodo de la conversación.
Todo se fue distendiendo de a poco, con los comentarios sobre la facultad, el clima, las salidas de sábado a la noche, las anécdotas de los amigos en comunes, la decisión de irse a estudiar a otra ciudad, encontrarse acá en pleno Rosario sin tener mucho contacto con Ceres, la importancia de ser de Ceres en una ciudad como ésta, la filosofía de los deconstructivistas y todas esas estupideces que se hablan cuando se tiene apuntes de facultad a menos de quince centímetros y unas ganas tremendas de sacarle la camperita de hilo y hacerle el amor sobre el sillón color crema desvencijado que parece comprado en un remate.
Prendimos la tele y nos reímos con la programación nocturna de la repetidora de acá, también me mostró un mazo de cartas con mujeres desnudas que trajo una amiga, y se reía así, como haciéndose la inocente, la que no entendía nada. Yo dejé deslizar un par de veces que estaba de novio con una mina que está haciendo un Master en Ciencias Sociales en Córdoba, como para reforzar aquello en lo que mi amigo Mariano siempre insiste: una mujer te quiere sólo si otra mujer te quiere.
No tardamos en pasar a la infancia de ella en ese pueblito perdido, mientras el culo se me hacía una piedra en la silla de madera, la noche se iba callando por la ventana, y dejaba deslizar mi mano más cerca de la suya, mientras le hablaba de la ropa que odio, y de cómo no soporto los piercing, y de que todo el mundo anda con un celular en la mano mientras camina por la calle.
- Habría que regalarle un celular a Cortázar –le dije. ¿Viste que Cortázar decía que te regalaban un reloj, y en realidad te regalaban la obligación de darle cuerda y todo eso? Bueno, el tema es que a Cortázar nunca le regalaron un celular. Cuando se encuentre con que tiene que ponerle tarjeta de diez mangos cada dos días, te escribe una especie de “62, Modelo para Armar”, pero editado por Planeta.
Ahí sentí que me fui de mambo. Sofía no era la típica estudiante de Letras que se devora las obras completas de la Pizarnik, sino más bien las que se conmueven con los poemas del Dos Corazones. Pero va casi siempre a Berlín, y eso es un buen signo.
No tardamos en darnos un beso de esos que te recorren el paladar como un pedacito de manteca viscosa sobre un pedazo de pan, y yo, sin dudas más sorprendido que ella, la recosté en el sillón color crema, que se desinflaba a medida que nos movíamos, casi cayéndonos al piso de parquet.
Y después todo eso: las caricias, los jadeos, las risas chiquitas y las promesas de nunca jamás, que nunca jamás deben decirse. Cuando me levanté del sillón, ya era muy tarde y apenas corría el viento por esa avenida ancha, donde algunos todavía seguían caminando rumbo al boliche de cumbia, pero ya rebuscando con la mirada la última esperanza blanca de pasar una noche acurrucados contra algo.
Cuando nos despedimos, nos dimos besos tibios en la puerta del ascensor, que me esperaba con el espejo y la decadente estampa de mi camisa semiabierta.
Mientras caminaba mirando la calle buscando un taxi vacío, recibí un mensaje en el teléfono. Era Sofía, diciéndome que me había olvidado los apuntes de Althusser. Miré la luna blanca, que ya estaba borrosa, bajando por el cielo, y confirmé que nada bueno me había traído la hija de puta, preguntándome a quién le pido ahora las fotocopias para rendir.

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