martes, febrero 13, 2007


EL ASCENSOR [Cuento]

“Hasta acá llego”, le dije al oído subrepticiamente, cortándole una carcajada que lanzaba después de un chiste de Marcia. Los rulos rubios me hicieron cosquillas, ella se puso un poco seria y las amigas carraspearon.
Ahí me di cuenta que había una nube de tabaco, que habíamos tomado muchas cervezas en botellita, como hacen los yanquis, y el recital de U2 que pasaban por TNT ya estaba llegando a “Sunday Bloody Sunday” –que para mí es “Domingo, maldito domingo”, y para ella y las amigas es “Domingo, sangriento, domingo” lo que dice la letra. Yo no estoy seguro.
Ahí fue cuando ella se levantó y le miré el culo con minifalda por última vez. Las amigas la saludaron, una más linda que la otra, todas arregladas para salir después, sabiendo que ella no iba a salir. Cuando todas lo lamentaban porque ella no iba a salir y prefirió montar el teatro hasta el último día, agotar todas las localidades y funciones en pleno febrero.
Fuimos a la puerta, ella me dejó pasar primero y llegó ese pasillo tan chiquito que tienen los edificios que no son para padres o abuelos. Y ahí tengo que admitir que nos reíamos. En realidad íbamos a bajar los discos del auto de Cintia, una situación que podría ser perfectamente normal si no nos reiríamos tanto y el ascensor no tardaría tanto en llegar. En un momento mirábamos el botón rojo del llamador, y el elevador se elevaba a otro lado, faltaba tanto por llegar al palier y hablar un poco, brevemente, de lo de esta tarde, aquello que esta tarde había quedado muy claro, lo que esta tarde nos hizo dar ese tipo de abrazos como de cortesía y saber que esta noche tenía que venir al edificio y reírme de los chistes de Marcia, de comprar unas cervezas, a lo mejor fumar algo, para soportar que por enésima vez Cintia contara la anécdota de escuchar Prince en la Fluvial, mirando la luna enorme. Tantas veces te vi, pensaba yo cuando escuchaba la anécdota, ese disco de Prince que son como cuatro temas de media hora, y todos tomando cerveza en la Fluvial. “Fue increíble, buenísimo”, remataba Cintia.
El ascensor al fin mostró el espejo, los mármoles de las paredes, esa botonera que parece sacada del Enterprise, yo acostumbrado a la casa de Pellegrini al 500 y ella siempre me traía acá. Me miraba con esos ojos celestes como dos caramelos de ananá y se reía, pero porque creía lo que en la puerta esperaba, porque yo le contaba que mañana íbamos a ir a la quinta de Seba y tal vez zapemos con el Ferna, Nano, y si pinta un asado. Ella sabía que íbamos a tocar los temas que escuchó en mi casa, en el portaestudio, y yo no sabía cómo explicarle –aunque no tenía que hacerlo- que ella no iba a ir. Me dolía todo, era como que quería contenerme. “Pensar que me regaló un celular” pensaba yo mientras me fijaba si todavía estaba ahí en el estuche negro, como si también se fuera con ella, y ahí la miré un poco con ternura.
El ascensor llegó a la planta baja, y los dos comentamos que bajó más lento de lo que tenía que haber llegado, porque eran tres pisos no más, “es que los edificios nuevos tienen eso ¿viste?”, le comenté, “y yo que cada día me acostumbro más a la casa de Pellegrini”, y nos reímos, nos miramos y reímos cómplices. Pero ella tenía un poco de tristeza, y el hall estaba oscuro, recién se veía la luz amarilla de la calle que se reflejaba contra las plantas, esas al lado de la puerta del vidrio.
Y puso el llavero enorme que tenía en la mano de golpe en la cerradura, y me quedó mirando, con los ojos así como los platos de mi abuela, de un celeste viejo y blanco, y yo ahí quedo parado, tocando casi frenéticamente el estuche del celular y mirando un poco para el costado.
“Bueno, te vas” me dice, y se acomoda el pelo. “Si vos sabés que no me iba a quedar” y ahí ella se pone a hablar de lo de esta tarde, hablamos un ratito, para dejar en claro, nos vamos abrazando espacio, tiernos, así como idiotas en la penumbra, de esos que saben que se van a volver a ver otro día, cuando se encuentren en la fotocopiadora o en un canje de libros y charlen y se vean las sonrisas forzadas.
“Chau, nos vemos”, vaticinó, me abrió la puerta y me vi afuera mirándola cerrar el vidrio, junto a mi reflejo inmóvil, y la miré un segundo a los ojos, así quedaron clavadas las miradas. Saqué al fin los ojos porque ella iba a venir y venían los reproches, llantos, todo el “tequiero”, que en esas vicisitudes es una traducción de “consuelo”.
Caminé como treinta cuadras a casa escuchando la radio por el cosito de mp3, porque no le quedaban más pilas para reproducir un disco.

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