jueves, octubre 11, 2007


La mujer alumbrada por una luz roja


La luz roja que nace en el cartel del hotel que está enfrente da justo en la ventana. Ella parece dormir, tan inmóvil entre las sábanas, con los ojos cerrados y las manos en el pecho. Ella parece dormir y está muerta, pero a nadie le importa porque no está en una habitación, sino en el callejón que está debajo de la ventana de mi cuarto.
Las sábanas raídas apenas si le cubren el cuerpo pálido, y me doy cuenta que no respira justo cuando me estoy lavando los dientes frente a la ventana de este hotel de una ciudad donde todo debería ser alegría, donde mi hijo vive y me espera en el Mac Donalds del centro, y yo desarmo las valijas con cuidado y me afeito y me lavo los dientes para llegar pronto a la cita para cenar.
Me digo en un primer momento que es una pobre mujer dormida, y me doy cuenta que ya no respira, quedando con el cepillo de dientes en la boca, moviéndolo muy despacio, mi hijo no debe saber qué es la muerte porque a su madre le aterran estas cosas. La mujer que está en el callejón entre dos hoteles dejó de ser hace muy poco, tal vez hace media hora mientras el botones se iba caminando por el pasillo y se preguntaba por qué este viejo no le dio propina si los que tienen maletas de cuero cosidas a mano como yo siempre dejan suculentos billetes en las manos del servicio.
Ella está tan inmóvil como habrá estado hace algunas horas, cuando se acostó a descansar un rato mientras la noche cerrada cae en las calles de tráfico apurado que va y viene de y hacia otros lugares que no son éste; éste callejón es solitario como ella, y tal vez por eso se acostó y se puso esa sábana encima, un pedazo de tela viejo que apenas logra esconder la piel blanca y azulada por las várices.
La toalla que tengo puesta parece desprenderse de a poco, y yo todavía estoy quieto mirando a la señorita difunta, con un anillo que le asoma entre los dedos y un rostro sereno. Me doy cuenta que ella ya no está aquí, es su cuerpo solamente el que se quedó en el callejón.
Termino de lavarme los dientes y llamo al conserje. Le cuento en detalle lo que vi, y a esto le sigue la policía, las disculpas y agradecimientos, y un fastidioso traslado a una pieza más arriba, lejos de los cadáveres y de las sábanas raídas en los callejones silenciosos. A ella se la llevaron en una bolsa, y cuando regresé de visitar a mi hijo, su silueta estaba dibujada en el piso. La vi desde arriba, antes de irme, y por un momento pensé que ella regresaría a buscar el rastro que dejó después de la última siesta.

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